2011 / 05 / 26
En su interesante análisis sobre lo que ella percibe como mala colocación del capital, Dambisa Moyo en su libro How the West Was Lost (Cómo se perdió Occidente), publicado por Pinguin este mismo año, nos expone un análisis simple que podemos desarrollar para entender mejor como manejar los riesgos del capital. Su intención es demostrar, con cálculos sencillos, cómo la influencia del riesgo afecta de forma diferente al inversor y al emprendedor, y cómo la confusión entre estos dos papeles está en el corazón de la crisis financiera mundial de 2007-2008.
La diferencia esencial entre el inversor y el emprendedor o promotor de una actividad económica es el diferente efecto que tiene sobre el rendimiento que obtiene cada uno ellos el nivel de riesgos de la actividad que se emprende. Para simplificar las cuentas, hacemos la suposición de que podemos estimar de forma razonablemente precisa el riesgo y cuantificarlo. También suponemos, para facilitar la ilustración, que todas las actividades que puedan ser sujeto de este análisis no están correlacionadas unas con otras. Es decir, estas actividades tendrán éxito o fracasarán con independencia de lo que ocurre con las demás. Esta es, evidentemente, una simplificación injustificada dado que los problemas no tan sólo se suelen presentar por sectores económicos enteros, sino que pueden afectar a toda la economía en conjunto, y es inevitable que esas correlaciones que despreciamos aparezcan. En casos reales estos análisis pueden ser muy complejos y bastante tentativos, de ahí que la valoración del precio de un determinado instrumento financiero sea intrínsecamente complicado y se deja a criterio del mercado con la esperanza de que encuentre un precio mediante el tanteo de agentes bien informados y con experiencia. Como comenté en otro artículo, el proceso suele perder toda cordura cuando quienes se encargan de hacer el tanteo son personas en general desinformadas y sin experiencia.
Vayamos a los ejemplos sencillos. A un capitalista le ofrecen la oportunidad de invertir la suma de 100.000 EUR en un proyecto que, después de detenidos análisis, ofrece una rentabilidad máxima del 300% en un año. La propuesta parece tremendamente atractiva, de todas maneras, esta rentabilidad no está garantizada ya que hay un riesgo del 20% de que al cabo del año el inversor pierda todo el dinero, y uno del 30% que se quede como está, es decir que no pierda el principal, pero que tampoco gane nada. Al mismo tiempo, el promotor del proyecto no tiene capacidad alguna para contribuir financieramente a dicho proyecto, por eso necesita al capitalista, a quien le ofrece una participación del 40% en el negocio que propone. La situación de ambos es muy diferente, mientras que el capitalista se expone a perder el dinero que invierte, el promotor no arriesga capital alguno. Al mismo tiempo, mientras que el capitalista aspira a una rentabilidad máxima del 300%, para el promotor no tiene sentido hablar de rentabilidad ya que su inversión financiera es cero. Para poder compararlo con otras propuestas es necesario calcular la rentabilidad real que se augura si las probabilidades están bien calculadas.
Del lado del inversor.
01.- Tenemos una probabilidad del 20% de perder 100.000 euros, es decir, de tener una rentabilidad del -100%,
02.- Tenemos una probabilidad del 30% de no ganar nada, es decir, de tener una rentabilidad del 0%,
03.- Tenemos una probabilidad del 50% de obtener una rentabilidad del 300%,
Para obtener la rentabilidad ponderada por los riesgos necesitamos calcular la suma: (-100 * 20 + 30 * 0 + 50 * 300)/100 = 130%, un proyecto sin duda muy atractivo.
Del lado del promotor.
La cuenta es más sencilla, y sólo tiene sentido si se calcula la cantidad de dinero que espera ganar en ese año. Como no tiene posibilidad de perder dinero, solo se enfrenta a dos escenarios, que no gane nada con una probabilidad de 20+30=50% o de ganar
300.000 EUROS * 60/40 = 450.000 EUR, por lo tanto, ponderado por la probabilidad de que esto ocurra, espera ganar 225.000 EUR.
Un promotor más ambicioso, estaría inclinado a presentar al inversor proyectos de más alto riesgo con una rentabilidad máxima mayor. A fin de cuentas, lo dicen en todas partes, a mayor riesgo mayor beneficio, ¿pero para quién?. Supongamos que el emprendedor es capaz de aumentar la rentabilidad máxima del proyecto del 300% al 400% a cambio de asumir el riesgo de que la iniciativa se vaya a la bancarrota en un año con una probabilidad del 60%, y tenga éxito a la hora de obtener el beneficio máximo proyectado del otro 40%. Repitiendo la cuenta de antes, la rentabilidad que obtendría el inversor sería la del 100%, menor que la del proyecto anterior. El promotor, en cambio, tiene una expectativa ponderada por la probabilidad de 240.000 EUR, lo que justifica su preferencia por este proyecto frente al anteriormente analizado.
Se pueden poner multitud de ilustraciones, que muestran como en repetidas ocasiones el interés del inversor es mantener los riesgos bajo control, para poder obtener una mayor rentabilidad, y el del promotor el de asumir más riesgos gracias a que él, en el caso ideal, no se juega su patrimonio y su expectativa de ganancia siempre es positiva. Podría ponerse el caso ilustrativo que si los riesgos son demasiado elevados y la rentabilidad máxima demasiado pequeña, la rentabilidad ponderada que puede esperar el inversor es negativa, al tiempo que la expectativa del promotor sigue siendo positiva.
Queda claro pues que los dos papeles que juegan ambos, el inversor y el promotor, condenados a colaborar, son contrapuestos. El olvidarse de esto puede conducir al desastre, y de hecho ya nos ha llevado muy cerca de él. Si, por una mala comprensión de la relación entre inversor y promotor, ocurre que el inversor pasa a ser un promotor que ve en la asunción de riesgos cada vez mayores un incentivo se está eliminando el contrapeso de la prudencia a las actividades empresariales que se emprendan. Esto puede ocurrir porque el riesgo de pérdida de capital inherente al inversor, lo asuma de forma implícita o explícita otra entidad, como puede ser, ha sido y está siendo el contribuyente a través del estado. La razón de estas garantías se produce por un lado por razones coercitivas derivadas del tamaño que han alcanzado algunas entidades bancarias, el too big to fail (demasiado grandes para fracasar) americano, o por razones políticas debidas a la responsabilidad pública de entidades de este tipo como ocurre en España con las cajas de ahorros.
Este problema abre una brecha importante entre las ideologías y la realidad que se impone de forma machacona mediante las matemáticas que suelen ser incontrovertibles. La teoría liberal, por muchos que sean sus méritos aplicada en distintos contextos, deja sin resolver el hecho de que si el fracaso de un banco puede afectar de forma negativa al desarrollo económico no ya sólo de un país, sino de todo el mundo, y las vidas de innumerables personas, es necesario intervenir para eliminar o paliar estos efectos, so pena de tener que resignarse a vivir bajo la constante amenaza de la catástrofe financiera. En su sentido puro, la teoría liberal aboga por dejar que las entidades financieras, como cualquier otra empresa privada, crezcan y realicen sus operaciones con entera libertad y sin intervención o regulación alguna salvo la que puede emanar del Código Penal.
En consecuencia, ninguna entidad de este tipo debería esperar ayuda alguna del estado en caso de encontrarse con problemas. Esto estaría bien si el sistema pudiera absorber gran parte de la falta de liquidez por parte del resto de la economía que se derivara del fracaso de una o varias de estas entidades. Para ello sería necesario que ninguna de ellas creciera demasiado y se creara una verdadera competencia que considerara no tan sólo los beneficios a corto plazo sino también la estabilidad financiera a largo plazo de estas entidades.
Este es parte del debate que está teniendo lugar en esta época, que se produce en un momento no tan sólo de crisis donde estos problemas se han hecho particularmente patentes, sino en un mundo imperfecto donde no partimos de cero y tenemos los bancos que tenemos. La cuestión ahora es cual es el camino que se debe de seguir para llegar a un estado con un sistema en el que el inversor vuelva de nuevo a caminar con pies de plomo porque se juega su dinero y no el de los contribuyentes. Parece, dada la situación, que el camino más recomendable es el de la regulación estricta de estas entidades que en EEUU encuentra una oposición feroz por parte de la banca.
En el plano de la economía de empresa, estas consideraciones tienen importancia también a la hora de poder establecer relaciones entre emprendedores y financieros basadas en la mutua comprensión. Es cierto que se ha acusado y con mucha razón al capital en Asturias y en España de falta de una amplitud de miras suficiente como para financiar proyectos que no fueran eminentemente inmobiliarios. Negocios que se consideraban seguros hasta que no se demostró todo lo contrario. Esta falta de amplitud de horizontes puede explicarse en parte por una desconfianza, también en gran medida justificada, del promotor de proyectos innovadores que en muchas ocasiones carece de una comprensión suficiente de las finanzas y del punto de vista y las necesidades del inversor. Como actores de la actividad económica que debería cooperar para obtener resultados, ambos, el inversor y el emprendedor, se han venido comportando con mutua desconfianza dejando una distancia entre los dos que ninguno parecía estar dispuesto a recorrer.
La solución, si se encuentra algún día, pasará porque ambos se encuentren en mitad del camino. El inversor tendrá que poner su vista en las tecnologías que prometen beneficios en el futuro, interesándose por ella, aprendiendo o buscando asesores en los que pueda confiar, y el emprendedor deberá también interesarse por entender de riesgos financieros, de cómo valorar sus propios proyectos no teniendo sólo en cuenta la excitación que le produce la expectativa de altos ingresos sino también la probabilidad del fracaso y su efecto en sus compañeros de viaje.